Una etapa a la que le teníamos bastante respeto porque la carretera asciende progresivamente pero sin interrupción hasta Istaravshan. Luego no fue para tanto, siempre es peor lo que uno se imagina.
Los primeros kilómetros, y tras abandonar la ciudad, nos salimos de la ruta principal para avanzar en paralelo por carreteras secundarias que atravesaban algunos pueblos donde los niños, con sus uniformes, decoraban las calles como si fueran un tropel de hormigas camino del hormiguero. Todos muy bien vestidos y planchados y con ganas de interactuar con nosotros.
No es que la ruta fuera una preciosidad pero al menos no había tráfico y podíamos interactuar con la gente y ver como viven. Nos detuvimos junto a una gasolinera a comprar agua y a preguntar por el camino. A partir de ahí la carretera se transformó. El asfalto dio paso a la tierra y, aunque estaba en muy malas condiciones… fueron pocos kilómetros.
Luego regresamos al asfalto y más allá a la ruta principal y comenzamos el ascenso. Se trata de una recta infinita que asciende imperceptiblemente. Lo que ahora se llama un falso llano. Tenía tráfico y atravesaba una especie de desierto en el que solo, en los márgenes de la carretera, se veían plantaciones de sandía pero… más allá, solo terrajero hasta el horizonte.
Así estuvimos un montón de kilómetros, horas bajo un sol de justicia y solo amenizadas por los vehículos que pasaban zumbando, que parecía que no íbamos a llegar nunca.
Sin embargo no hay mal que cien años dure. Llegamos a Istaravshan y recorrimos la larga recta que lo atraviesa de punta a punta. Yo miraba a un lado y otro por si podía ver el famoso busto de Lenin que, al parecer, es uno de los más grandes del mundo, mas no hubo suerte.
La ciudad tiene algunos edificios bien grandes y muchos en construcción, y se estira como una serpiente a ambos lados de la carretera.
Nuestro hotel está dentro de una especie de parque infantil, que tiene tiovivos y cochitos de choque. Hay que subir una escalera para llegar a la recepción pero dejamos las bicicletas en la planta baja, en una guardería donde todavía estaban los niños esperando a que sus familias vinieran a buscarlos. Entramos por la guardería con las bicicletas y las dejamos en el pasillo ante la atenta mirada de sus ingenuos ojos.
Subimos a nuestras habitaciones, lavamos la ropa, descansamos un poco y salimos a cenar y a dar un paseo, vamos, lo de siempre.