Después de 3 días de descanso estábamos preparados para 4 días seguidos de bicicleta, pero no te creas que no nos preocupaba porque, poco a poco, habíamos ido asustándonos por el calor y el estado de las carreteras. Así que en las siguientes etapas aumentamos la cantidad de carretera principal y redujimos las secundarias, para que los días no se nos hicieran tan largos.
Hay poco que contar de la ruta. Después de nueve kilómetros en la ciudad, la vía que al principio era de tres carriles se fue estrechando hasta convertirse en sólo dos, el de ida y de vuelta y, como siempre, la mayor parte del camino los laterales tenían un firme de mala calidad.
Así que prácticamente todo el tiempo por el arcén de una carretera con muchísimo tráfico y un calor que raja las piedras. Así hasta que llegamos al nuestro destino, el cual, también nos planteaba cierta incertidumbre dado que no habíamos encontrado ningún hotel en booking.com y habíamos recurrido a una página uzbeka. Mybooking.uz que, por nuestra propia ignorancia, no nos daba muchas garantías.
Los 80 kilómetros de pedaleo transcurrieron por un paisaje que, la mayor parte de las veces, era completamente árido y en el que, solo de cuando en cuando, había un grupo de casas. Niños camino al colegio, o un puesto de sandías junto al arcén. Un descanso para la vista y, a medio día, para el estómago. Hasta que alcanzamos nuestro destino.
Quizás lo más reseñable del día ocurrió entonces. Ni siquiera entramos en Kattaqorgon porque el Hotel Nurshod está en las afueras. Es un Hotel pequeño regentado por una joven pareja que vive en la parte de atrás. Nos atendieron muy amablemente a pesar de las dificultades idiomáticas que encontramos, porque no hablaban ingles, e incluso fueron capaces de recomendarnos un sitio para ir a comer y, como no queríamos que el almuerzo se nos juntara con la cena, sin cambiarnos ni nada salimos caminando vestido de ciclistas, en busca del restaurante.
Un kilómetro por el arcén bajo un sol de justicia hasta el Restaurante Cosmos. Entramos en el comedor y cual fue nuestra sorpresa al ver que estaba lleno, que todos los comensales eran hombres y que comían pescado.
Los camareros salieron a nuestro encuentro y nos recomendaron otra sala, que también estaba bastante llena, y en la que había alguna mujer.
Nos sentamos y preguntamos qué había para comer y, por supuesto, la respuesta fue que pescado. Porque todo el mundo a nuestro alrededor estaba comiendo lo mismo. Pescado frito.
Imagínate el espectáculo, vestidos con nuestros cuellotes de ciclista en medio de aquella sala. La idea de comer pescado en pleno desierto como que nos echaba para atrás pues imaginábamos el proceso por el que el pescado había llegado a este lugar y si el modo de conservarlo había sido el adecuado. Así que los camareros, al ver nuestras reticencias, nos invitaron a acompañarlos a la parte trasera y nos levantamos y fuimos.
Cuál fue nuestra sorpresa al descubrir que en la parte trasera tenían una piscina llena de pescado vivo. Lo sacaban con una red, lo mataban allí mismo, lo cortaban en trozos y lo pasaban a la cocina donde lo freían en fuego de leña.
Por supuesto nos apuntamos. Vino un camarero con una enorme bandeja para que eligiéramos entre los diferentes tipos de ensaladas que tenían: de col, con tomates etcétera y un pan que también estaba muy bueno. Luego vino el pescado y, he de decir que, aunque nunca me ha gustado el pescado frito, estaba delicioso. Como los pedazos eran muy grandes el interior estaba jugoso y tierno. Así que lo devoramos al completo y hasta nos quedó pena de no poder volver otro día.
Regresamos al hotel a hacer la colada y descansar un poco con la barriga llena. La rutina de todos los días.