Por fin un día sin sobresaltos ni grandes complicaciones. Tranquilo y con un camino en muy buen estado y muy pocos coches. Paisajes de esos que te quitan el hipo y te dejan como embobado. El aire fresco y húmedo te llena los pulmones y hasta parece que la vida merece la pena.
Las nubes estaban siempre ahí, amenazantes, como un sombrero de ala ancha que llevas calado hasta las cejas e intuyes en lo alto de tu campo de visión, mires a dónde mires. Pero lo cierto es que nos respetaron y fueron solo eso… un borrón en el paisaje, porque no cayó una gota de agua.
En el camino, y cuando ya estábamos con ganas de descansar, encontramos un enorme centro comercial ahí en medio del campo, rodeado de nada más que de verde. Un enrome aparcamiento y mucha gente que se apeaba de sus coches. The House of Bruar. Al principio nos acercamos con miedo, porque nos parecía que debía ser la sede central de una secta o algo por el estilo, pero a medida que nos acercamos vimos que no era más que lo que parecía ser… un enorme centro comercial, muy bien puesto, en medio de la nada. Tenía un fantástico restaurante tipo buffet en el que había prácticamente de todo y con muy buen calidad, así que comimos de maravilla.
Luego llegamos a Pitlochry. Un pueblo muy pintoresco que, en realidad, es solo una calle flanqueada por hermosas casas de piedra. Todo muy británico y muy bien puesto. Pero cuando las cosas son bonitas y están bien cuidadas ocurre lo de siempre: que das una patada a una piedra y aparece un turista.
La calle estaba abarrotada de gente y todas las casas se han habilitado como pequeños hoteles, restaurantes o tiendas de souvenirs. No tenemos derecho a criticarlo porque nosotros mismos somos el problema, así que nos instalamos dimos un largo paseo, arriba y abajo por la calle y sus paralelas, y entramos en uno de esos restaurantes a disfrutar de una generosa cena. Luego a la cama.