El 8 de septiembre de 2024 aterrizamos en Edimburgo, tras cuatro horas de vuelo que nos llevaron directo al corazón de Escocia. Contra todo pronóstico, nos recibió un sol tímido y buena temperatura: 17 grados… ni rastro de la llovizna anunciada. De inmediato, nos sorprendió la amabilidad y la paciencia infinita de los escoceses, en especial cuando el empleado que había fuera de la Terminal de Llegadas puso todo su empeño en encontrar un taxi para seis para nosotros.
Tardó un poco pero finalmente lo logró. Nos llevó hasta nuestro refugio: una casa espaciosa, en un barrio elegante y cerca del centro. Estaba un poco apartada de la calle principal, en una especié de colina en la que había grandes mansiones y un pequeño Club, con un campo de césped cuadrado, con el césped muy bien recortado, al estilo del green del golf, en el que suponíamos se debía jugar algún tipo de petanca. Todo muy británico.
Nos repartimos la habitaciones y salimos a la calle a hacer una compra y dar una primera ojeada a la ciudad. La primera cena la hicimos cerca de casa en una especie de pub tradicional: cerveza Guinness, carne asada, papas y ese pan inglés tan contundente. Al despertar, la casa rebosaba detalles: cava, café, chocolates, y hasta artículos de limpieza.
Nuestro primer día completo amaneció con leche fresca y tostadas inglesas, un desayuno perfecto antes de lanzarnos a explorar Edimburgo a pie. Caminamos durante 15 kilómetros por la vieja ciudad, admirando el Castillo de Edimburgo, la catedral de San Gil y sus vidrieras, el Parlamento escocés, y la antigua universidad. La jornada cerró en un buen restaurante cerca de casa, con arroz, bacalao en risotto y una crema de tomate que nos sorprendió gratamente.
El 10 de septiembre, la aventura dio un giro: desde bien temprano nos vestimos de ciclista para transformamos en guerreros modernos, listos para recoger las bicicletas a cuatro kilómetros y medio de distancia. Hicimos el trayecto caminando. En la tienda, encontramos unas bicis que nos parecieron más de paseo que de ruta, pero nos encariñamos al instante… y dedicamos buena parte de la mañana a los necesarios ajustes.
La salida de la ciudad resultó muy agradable. Nos detuvimos primero en Decathlon, en una zona industrial a la salida de la ciudad, a comprar algunos complementos que necesitábamos para la bici y luego la mayor parte del camino transcurrió por senderos fluviales, canales bordeados de ciclovías, estrechas y gentiles, con perros que siempre se apartaban… salvo una señora que protestó por algún pecado cometido que no llegamos a comprender.
Solo en algún punto en el que el firme era pura piedra, hubo que echar el pie a tierra pero por lo general el camino era practicable y estaba en muy buenas condiciones.
Hicimos el lunch en el aparcamiento de un Lidl, donde compramos unas ensaladas y cuando reemprendimos la marcha tuvimos un inesperado pinchazo. Entonces nos os dimos cuenta que la rueda trasera de una de las bicicletas no tenía"abrefácil" y no teníamos llave inglesa para quitar la tuerca.
Aunque siempre tenemos la precaución de llevar herramientas y algunos repuestos, en este caso, dado que todas las bicicletas eran distintas, la que se nos vino a picar era precisamente aquella que no tenía abre fácil en la rueda trasera y la herramienta multiusos que llevábamos no era suficiente. Así que tuvimos que dar marcha atrás en busca de una llave inglesa (en el Reino Unido… qué paradoja).
Tuvimos que dividirnos y mientras unos se quedaron con la bicicleta el resto del grupo retrocedió hasta un pueblo en el que habíamos comido y, milagrosamente, en el Lidl encontramos un juego de llaves inglesas que nos hizo el apaño.
Luego de estas peripecias mecánicas, tocaba improvisar. Entre la recogida de bicicletas, Decathlon, el pinchazo y el retroceso en busca de la llave inglesa, se nos había hecho demasiado tarde y todavía nos quedaban demasiados kilómetros como para llegar de día. Así que decidimos tomar un tren hacia Stirling… y esa fue otra aventura. Subir 6 bicicletas cargadas con sus alforjas a un tren es todo un reto. Nunca sabes si es mejor descargar las alforjas y subirlas por separado o todo junto. El peso es mayor y depende mucho del escalón al que te enfrentes. Luego hay que buscar espacio en el vagón para 6 bicicletas, 12 alforjas y 6 ciclistas en apenas 1 minuto. Ya digo… todo un reto que superamos no sin cierto estrés.
El tren fue nuestro aliado de último recurso. Ya en Stirling callejeamos un poco hasta encontrar el hotel. No dábamos con él porque estaba en una especie de cafetería. Era sencillo, pero nos recibieron con calidez. Aparcamos las bicicletas en un aparcamiento que había en la parte trasera, en una especie de cubículo hecho con mamparas de madera en el que guardaban los contenedores de basura. Ya empezaba a hacer oscuro y teníamos nos saliera una rata en cualquier momento. La noche traía ese fresco escocés tan característico y, después de instalarlos, dimos un paseo por el centro y cenamos en un restaurante Indio que había al otro lado de la calle… fue un agradable hallazgo.